«Faber est suae quisque fortunae»

(Apio Claudio)

«Hinc tibi certandi bona parcendique uoluptas:

quos timuit superat, quos superauit amat»

(Rutilio Namaciano)

jueves, 18 de enero de 2018

El impuesto sobre las transacciones financieras y el eterno retorno

(Publicado en el blog de iAhorro el 17 de enero de 2018)

Ha pasado una década desde el comienzo de una crisis financiera sobre la que se sigue discutiendo, como acredita la reciente constitución parlamentaria de la “Comisión de Investigación sobre la crisis financiera de España y el programa de asistencia financiera”, sin que, como si aquella fuera un elemento viscoso y pegajoso, se vislumbre el momento en el que sean superadas las autojustificaciones y los reproches, en el que se pueda pasar página y encarar el futuro. 

Los tópicos, aunque insuficientes e inexactos, son útiles e incluso necesarios en una sociedad definida por la superficialidad y por el uso masivo de las redes sociales como vía para acceder a la información. Los bancos tradicionales tienen muy mala reputación entre la ciudadanía. La percepción de que la crisis fue originada —exclusivamente— por los bancos está bien implantada entre nosotros, sin que se haya tratado de ir más allá de lo evidente para encontrar otras causas o explicaciones más profundas y complejas. 

El Premio Nobel de Economía Robert Shiller ha destacado en su obra “Las finanzas en una sociedad justa” que, a pesar de que el público percibe la centralidad, la sobriedad y la seguridad de los bancos, cuyos dirigentes, de hecho, guían a la comunidad entera, una especie de rabia se enciende siempre que hay una crisis bancaria y los gobiernos del mundo acuden al rescate de sus intereses.

Han escaseado enseñanzas, sin embargo, como las de Raghuram Rajan, quien fue economista jefe del Fondo Monetario Internacional y, más tarde, gobernador del Banco Central de la India. Rajan afirma en su obra “Grietas del sistema” (“Fault lines” en inglés), en relación con los Estados Unidos de América (¿con validez también para España?), que, ante la constatación en los primeros años 90 del pasado siglo de que los ciudadanos tenían cada vez ingresos más reducidos, la clase política comenzó a buscar formas rápidas para ayudarles —ciertamente, más rápidas que la reforma educativa, que necesita décadas para producir resultados—. Viviendas asequibles para grupos de bajos ingresos fue la respuesta obvia, a lo que se unió un acceso fácil al crédito.

A pesar de que no todas las culpas se deban atribuir al sector financiero, parece justo que este deba responder de la factura de su rescate, aunque todos los indicios apuntan a una financiación de una parte sustancial del mismo por parte del contribuyente. 

No obstante, hay ocasiones en las que se percibe que, para algunos, el “castigo” debe ser todavía mayor, y se pretende que el sistema financiero responda de “culpas ajenas”, como veremos más adelante.

Si atendemos a las fechas de algunas de las propuestas históricas para imponer tributos específicos sobre la actividad de las entidades financieras, resulta que algunas de las más relevantes se han formulado justo a continuación de etapas de profunda crisis económica. Por ejemplo, en lo que afecta al impuesto sobre las transacciones financieras, Keynes se posicionó a su favor en la época de la Gran Depresión y Stiglitz tras el crac bursátil de 1987. Por ello, no es extraño que el debate para gravar con más intensidad a las entidades financieras se haya reabierto coincidiendo con la Gran Recesión de 2008 y los años posteriores en los que se han exteriorizado sus duras secuelas, no tanto como castigo sino como medio para compensar los dispendios públicos y limitar para lo sucesivo la asunción de riesgos excesivos en el desarrollo de su actividad (lo que quizás, en este último caso, se debería acometer más bien a través de la regulación financiera antes que desde el ámbito de la tributación).

Pero el establecimiento de este tipo de impuestos no es sencillo técnicamente. La tensión a la que se somete una libertad como la libre circulación de capitales, que se puede considerar plenamente vigente a escala global —a pesar de los escarceos del presidente Trump con el proteccionismo—, y, especialmente, en un mercado interior como el de la Unión Europea, implica que si la tributación de un elemento tan móvil como es el capital, en sus diversas modalidades, no va acompañada de una extraordinaria colaboración e intercambio de información entre Estados, este objetivo puede ser vano o, lo que es peor, perjudicial o contraproducente para la actividad económica. 

Hay un riesgo real de que las rentas originadas en un país puedan buscar otros países de fiscalidad más favorable, erosionando la capacidad recaudatoria que se pretende reforzar. Como advirtió la Fundación Ideas respecto a la “competencia fiscal” entre países: “dada la rápida movilidad internacional del capital, el hecho de que un país recaude impuestos sobre las transacciones financieras podría generar movimientos para trasladar los servicios financieros fuera de dicho país” (“Impuestos pare frenar la especulación financiera. Propuestas para el G-20”, mayo de 2010).

El Comité Económico y Social Europeo ha señalado explícitamente que se debe aplicar “el máximo esfuerzo para que se efectúe la introducción del impuesto a nivel mundial («Dictamen del Comité Económico y Social Europeo sobre la “Propuesta de Directiva del Consejo relativa a un sistema común del impuesto sobre las transacciones financieras y por la que se modifica la Directiva 2008/7/CE”», COM (2011) 594 final, 2012/C 181/11). La dificultad para alcanzar esta aspiración no merece más comentario.

Estas complicaciones se redoblan en el caso de la Unión Europea, en la que uno de los 28 Estados miembros (Reino Unido, la nación más beligerante en contra de un impuesto sobre las transacciones financieras europeo) va a abandonar el proyecto común, y, de los 27 Estados restantes, 19 son parte del euro, en tanto que los ocho restantes países conservan sus propias divisas. No es de extrañar que los intentos de establecer un impuesto sobre las transacciones financieras en Europa hayan fracasado tanto en 2011 como en 2013, y que este proyecto en hibernación siga interesando, tan solo, a una decena de los países de la Unión Europea, entre ellos España.

En los primeros días de 2018 se ha vuelto a plantear por algunos representantes políticos españoles la posibilidad de crear un impuesto sobre las transacciones financieras: nada nuevo según lo expuesto. Más novedoso es que se promueva que los bancos paguen un recargo del 8% en el Impuesto sobre Sociedades para aplicarlo a la reducción del déficit de la Seguridad Social.

Si lo primero (el impuesto sobre las transacciones financieras) no se proyecta y ejecuta desde el ámbito internacional, unas entidades bancarias que empiezan a ver la luz al final del túnel pero aún con una baja rentabilidad, sometidas a la competencia de las entidades tecnológicas que ofrecen servicios financieros (“Fintech”), con una carga sustancial de préstamos impagados (“non-performing loans”), en un entorno de tipos de interés negativos y de cambio del modelo de negocio según se solicita por el supervisor bancario (el Banco Central Europeo), pueden sufrir, pues los ahorradores e inversores buscarían las jurisdicciones más favorables fiscalmente para colocar sus depósitos y capitales. 

En cuanto a lo segundo, esto es, la financiación del déficit de la Seguridad Social con cargo directo al sector financiero, nos parece un parche insólito. Antes bien, habría que apostar por el rejuvenecimiento de la sociedad, la generación de trabajo de calidad y la restauración de una adecuada relación entre los cotizantes y los pensionistas. 

Recuperar la confianza del cliente —y del contribuyente— en el sector financiero a golpe de más tributación no parece, en principio, la vía más idónea ni efectiva, con la paradoja de que serán las entidades que mejor paradas han salido de la crisis, las que han sido más conservadoras y prudentes, las que tendrán que pagar la cuenta dejada por muchas entidades inexistentes en la actualidad o la deuda generada por una situación con la que no guardan relación alguna (la de la Seguridad Social).

En todo caso, como en cualquier empresa, los mayores costes en los que los bancos puedan incurrir terminarán siendo repercutidos a los clientes, quienes verán incrementarse los precios de los servicios demandados o disminuir los retornos esperados por sus ahorros e inversiones. La misma Comisión Europea ha admitido expresamente este posible efecto (“Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo, al Comité Económico y Social Europeo y al Comité de las Regiones. Fiscalidad del Sector Financiero”, COM (2010) 549 final, 7 de octubre). 

En fin, cualquier movimiento, más allá de los intereses particulares, debe ser cuidadosamente meditado, incluso antes de ser anunciado.